En nuestro afán de dominar y conquistar cualquier cosa que se nos pone por delante, hemos desfigurado una de las variables más importantes con las que contamos para el avance: la fuerza.
En realidad, lo que llamamos fuerza es un racimo de talentos que tienen el impulso como denominador común: coraje, arrojo, valentía, determinación… pero sobre todo, se basan en la convicción profunda de que debemos llegar hasta el final de algo, pues sabemos que ese destino es de vital importancia para nosotros.
El aspecto masculino de la fuerza es el más evidente de todos, y quizá por eso el hombre ha hecho un estandarte de la fuerza como valor aunque en nombre de la fuerza (bruta) se hayan cometido las mayores barbaridades. Esto ha generado una serie consecuencias difíciles de resolver, ya que culturalmente estamos animados a seguir luchando y no ceder ni un milímetro ante las adversidades, cuando en el fondo sabemos que a veces también tenemos que rendirnos.
Cuando la fuerza nubla la vista no tiene sentido seguir pulsando. Quizá es porque nadie nos ha enseñado que estarse quieto es otra forma de moverse, y que la mayor fuerza se encuentra en lo más hondo de cada uno: en su verdad.