La lucha es uno de los conceptos más terribles que hemos inventado. Es cierto que tenemos un instinto muy fuerte (como todos nuestros instintos) de supervivencia, y quizá eso es lo que un día se nos fue de las manos. Porque una cosa es saltar y correr para no ser devorado por un animal y otra hacer una forma de vida de un impulso vital. Así, hemos creado desde profesionales de la lucha hasta asociaciones en las que poder luchar por grandes ideales. Luchar por la igualdad, luchar por la justicia… incluso osamos a luchar por la vida.
No sé cuantas veces habré luchado desde que existo, pero no recuerdo haber ganado nada en ninguna. Lo que sí recuerdo, y con todo lujo de detalles, es cómo todo se ponía patas arriba. Recuerdo el estrés, la tensión y, sobre todo, el sufrimiento. Recuerdo haber destrozado cosas como relaciones o proyectos. Recuerdo incluso haberme destrozado. Sí, eso es lo que mejor se reconoce de una buena lucha: la destrucción, que además suele ser inmaterial. En el momento no te das cuenta, porque la tensión de los acontecimientos te distrae. Pero cuando todo cesa y te aflojas queda un gran vacío. Un árido desierto plagado de grietas donde lo único que cabe es la misericordia.
Más vale maña que fuerza, dice la sabiduría popular. Y es lo que me recuerdo cada vez que aparece la tensión, en lo más cotidiano, que me llevará a la lucha. Respiro, y me digo: piensa. Siempre hay un resorte oculto que desarma la situación con solo rozarlo. ¿Cuál es la tecla esta vez?
Si crees que tienes que luchar… ríndete.